domingo, 20 de enero de 2013

La Batería de San Andrés (Tenerife)-- Las “Maniobras”


Todos los años, no recuerdo en qué fechas del verano, se producía en San Andrés un “atronador” acontecimiento que ponía en guardia a todo el pueblo sin descartar a las “cucas.”           
              Previamente se advertía a la población que, unos días determinados, durante el tiempo que duraran las pruebas de tiro, se tomaran ciertas precauciones para evitar posibles accidentes caseros  y, a la vez, malestares físicos.  Para ello se aconsejaba que, tanto puertas como ventanas de las casas, permanecieran abiertas mientras se producían los violentos estruendos de los cañonazos, seguidos de vibraciones, que hacían temblar hasta los cimientos de las casas.
             En las viviendas se ponían a buen recaudo todos los utensilios (jarrones, vasos, copas, … en general, todo lo que fuera o tuviera cristal),susceptible de rotura por causa del estremecimiento producido como consecuencias de las ondas expansivas de las explosiones.
             Entre las recomendaciones más eficaces para las personas eran ponerse algodones en los oídos para amortiguar el ruido de los zambombazos,  salirse a la calle para eludir posibles caídas de techos  en casas viejas, pero  sobretodo, mantener la boca entreabierta  previniendo, de esa manera, que te reventara el oído, para lo cual, a los niños, nos ponían un trozo de palo en la boca para que lo mordiéramos y así manteníamos “tan infalible remedio”, de forma mas amena y disimulada, evitando parecer el ”bobo” del pueblo.
             Recuerdo, no sin cierto terror, con cuatro o cinco añitos, llegado el día de las “maniobras,” como se le llamaba al acontecimiento, ya desde la mañana, notaba los preparativos y comentarios de lo que iba suceder y  durante el día, me sentía inquieto y temeroso.
             A medida que se acercaba el momento, iba en aumento mi miedo y con el estallido  del  primer disparo, retumbaba el  cañonazo, no solo en mis oídos sino en todo mi pequeño ser, desencadenando mi tensión acumulada en un nervioso llanto.
             Salía corriendo despavorido a esconderme debajo de la cama o donde pudiera, acabando en brazos de mi madre o de alguna de mis hermanas que me abrazaban amorosamente mientras trataban de calmar mis temblores y ahogar mis asustadizos sollozos.
             Pero pasados aquellos primeros años de terror, “las maniobras” se convirtieron para mí, lo que ya era para la mayoría de los chiquillos de San Andrés, un acontecimiento esperado, emocionante, festivo y altamente divertido. 
             El día que se iniciaban los ejercicios de tiro al blanco, después del mediodía, la inquietud se apoderaba de todo el pueblo que se afanaba en proteger todos los objetos frágiles de las casas, en cambio, la chiquillería, bullía de entusiasmo y desde temprano, era motivo de comentarios y preparativos para reunirnos para ir a ver los cañones y si acertaban al blanco.
              Sobre las cinco, nos juntábamos todos los amigos que formábamos la banda de La Torre con mi hermano “Panchín” al frente, Zenón y Pascasio (Los “Currillos”), los primos Antonio y Pepito Baldeón, Ignacio Baute España, José “el Cachirule”, los hermanos Goyo, José y Ezequiel Cabrera(los “Peinador”),Pancho y su primo Crispín… y  un largo etc.  de muchachos de otros lugares, pequeños y más mayores,  que se dirigían al mismo sitio que nosotros desde donde se tuviera  una buena visión de La Batería y frente a ella, en el mar, a una distancia determinada que apenas se veían, estaban colocados los blancos objetivo del tiro.       
             Por la explanada de La Torre, salíamos, por un paso abierto en la Muralla, al barranco, encarrilando hacia el puente de la carretera de Taganana por un camino hecho en el  lecho del  barranco por el continuo paso de los que se dirigían hacia las cumbres.
             Por entonces, prácticamente al llegar a la carretera desde el camino precedente, solo existía un par de casitas,  (creo que eran de los peones camineros), que hacían una suave esquina  redondeada y detrás de ellas, un poco más alto, el depósito del agua.
             Estando tan próximas al pueblo, hasta podía resultar extraño que esas montañas se mantuvieran tan bien conservadas de vegetación autóctona y estructura y no fueran  mancilladas  por construcciones, explotaciones agrícolas o de otra especie, como ocurre en estos momentos que, una buena parte de su  ladera  menos alta y próxima a la carretera, ya empiezan a surgir construcciones y  accesos a posibles nuevas viviendas que no barruntan nada  bueno para su conservación.
                 Desde cualquier  parte  del  pueblo se veían  sus laderas vírgenes, siempre verdes, como un gigante protector, vigilante y guardián, pudiéndose contemplar, desde sus alturas, hermosas vista de San Andrés, sus valles y contornos..                   
                  Pasadas las casas, continuábamos hacia casi a la altura de la mitad de la meseta de enfrente, donde estaban instalados los cañones.
                 Dejábamos a un lado la vía “tagananera“ para empezar a subir, montaña arriba, sorteando los matorrales y las múltiples tabaibas y cardones que prácticamente cubrían todo el terreno montañoso, mientras otros, se quedaban en la carretera o se desparramaban
 en grupitos por la montaña.
                                                     Foto: Eladio Cova _Flecha: Desde donde veíamos las “maniobras”
                        Nosotros preferíamos subir casi hasta lo más alto porque la visión de la Batería era más completa y se podían ver los movimientos de los soldados entre los cañones, pero, más que nada, podíamos comprobar, con más facilidad, si la bala acertaba en la diana.                                            
               Cuando, a duras penas llegábamos al lugar escogido, ya, en La Batería, estaban en plena preparación para el inicio de los disparos.                                                    
              Mientras cogíamos  posiciones, oteábamos en el mar intentando encontrar la situación de la diana, cosa nada fácil de conseguir , no solo por la distancia en la que estaba situada, sino porque aún estando la mar plana y tranquila, el reflejo del sol en el agua junto al perfil de la diana en el horizonte, hacia  dificultosa su visión y en aquella época, la ayuda de unos prismáticos estaba fuera de nuestro alcance. No obstante, siempre había alguno que acababa por localizarla y, con gran esfuerzo, conseguíamos verla todos o, cuando menos, decíamos que la veíamos , sin ser verdad.
             El que más y el que menos, ya tenía entre sus dientes un trozo de rama de “charamusca” o de alguna otra mata del monte, esperando que, en cualquier momento, estallara el primer “chupinazo”.
             Efectivamente, sin quitar la vista a los cañones, … ¡de pronto! un refulgente fogonazo, seguido  de un imponente y estruendoso
¡¡¡BOOOUUUMMM!! que llegaba a mis oídos con unos segundos de retardo, hacia retumbar cada rincón de San Andrés. Mientras, con la mirada fija en el horizonte, buscaba   ver el resultado del  tiro, solo visible en su trayectoria cuando, a lo lejos, veías saltar una tromba de agua   que se alzaba de la superficie del mar, para volver a caer, como si de una gran fuente se tratara.   
              Fotos cañones: Javier Melián                                             Algunos de los compañeros  gritaban ¡¡Le ha dado, le ha dado al blanco!!  Y, si nceramente, nunca  supe si era cierto. Para mí, en aquellos infantiles años, no era lo más importante que se acertara o errara el tiro, sino todo lo que lo rodeaba: emoción, aventura, alegría, inquietud, revoloteo, expectación, etc.,  etc.… en suma,
 ¡¡ diversión!!
       Pero el subir hasta la montaña tenía un atractivo añadido que, de vez en cuando, poníamos en práctica pero, en estas circunstancias, era ocasión  propicia  y obligatoria para  ejecutarla.
            Entre los preparativos de los soldados artilleros para una nueva tanda de  cañonazos, algunos de nosotros, por no decir todos, nos dedicábamos a escoger  alguna hermosa tabaiba dulce de las que  abundaban a nuestro alrededor para, con una laja, hacer  hendiduras en unas ramas jugosas  y en el carnoso y grueso tronco que soporta la frondosidad del arbusto.                                                                                             
          Como consecuencia del corte, un abundante pegajoso y espeso líquido blanco, comenzaba a fluir de las heridas ramas y tronco, resbalándose por ellas formando un reguero lechoso a lo largo de buena parte de la mata.  Al pié del tronco solíamos colocar una laja  para que el blanco fluido no se desperdiciara en la tierra, sino que se acumulara en la piedra y, así, fuera más fácil y limpio  recoger el látex una vez cuajado. 
             Cada cual trataba de marcar su tabaiba para evitar discusiones cuando volviéramos a recoger el rico liquido pasados los días  en que los ejercicios de tiro se repetían con un lapsus  de una  semana aproximadamente, tiempo suficiente para que secara y espesara en suave goma masticable, convertido ya, en un delicioso y económico chicle.
             Cuando volvíamos, a los pocos días, de nuevo a la montaña para una nueva sesión de “maniobras”, lo primero que hacíamos era localizar tu tabaiba correspondiente y con cuidado, ibas despegando de las ramas la leche convertida en chicle procurando no arrastrar trocitos de corteza porque, luego, lo tenías que ir escupiendo a medida que” chascabas” el chicle hasta dejarlo limpio y de un blanco inmaculado y espléndido.
             A partir de ese momento estabas “chascando” chicle todo el día, salvo a la hora de comer, que descansabas pegándolo debajo de la mesa en el lugar donde te sentabas.
               Durante tres o cuatro días, no te lo quitabas de la boca haciendo enormes “pompas “que salian de la boca cubriéndote prácticamente toda la cara o estirándolas con los dedos y, soplando, hacer bombitas que explotaban algunas estruendosamente. De vez en cuando, lo “emborrizabas” en azúcar haciéndole la competencia al “Bazooka” y al  Dubble Bunble” que solo lo podías comprar muy de tarde en tarde.
              Hasta el cuarto día, se mantenía el chicle blanco, aunque ya no tan reluciente pues, al paso de los días, se iba oscureciendo para acabar, después de una semana, en un gris amarillento y pegajoso que, cuando hacías una pompa, se te pegaba por toda la cara que te veías negro, no solo por lo oscuro ya del chicle, sino, para quitarte los restos que se quedaban adheridos a la piel.
             Pero a lo largo de esa corta semana, disfrutabas del chicle más ecológico, abundante, sano, de pompas enormes y barato, que jamás  he masticado.                

     
                                                      L. Torti            11 Novbre. 2012