sábado, 26 de noviembre de 2011

La vuelta a San Andrés // Cuarta parte: San Andrés ( I )


A medida que la guagua se dirigía a San Andrés mis ojos volvían a contemplar unos casi olvidados parajes; a la izquierda la comandancia de Marina, donde más de una tarde dominguera acompañaba a mi madre a pasar la tarde con mi padre cuando hacia su guardia; a la derecha el castillo de Paso Alto en cuyas troneras se exhibían unos antiguos cañones y a su vez contenían en su museo el famoso cañón Tigre, que era comentario continuo de la chiquillería.
Asi dejé a Santa Cruz - año 1949 – 50.  Foto del álbum de Fcº Luis Yanes Aulestia
           Frente al fuerte, existía una cantera conocida por “La Jurada”. De pequeño, lo que más me llamaba la atención, no era el estruendo y las piedras volando de los barrenos, que en alguna ocasión explotaban cuando pasaba con la guagua, sino una pequeña máquina de tren a vapor con varios vagones que transportaban las piedras para un nuevo muelle que se construía frente a los Paragüitas y una incipiente avenida. Coincidía, más de una vez, ir guagua y tren circulando paralelamente un buen trecho con gran regocijo por mi parte, pues era toda una novedad y motivo frecuente de mis sueños. En mi primera visita a la península, una de las primeras cosas que pedí a mis padres, y me concedieron, fue subirme a un tren en el trayecto San Fernando–Cádiz.
          Al pasar por el desconchado que los barrenos ocasionaron en la montaña, evoqué aquel soñado tren y lo busqué ansiosamente con la mirada y… ¡lo vi! Lo vi sobre unas vías muertas, arrumbado, sin vagonetas, sucio y descuidado….Ante su solitario y desolado aspecto, sentí una gran tristeza y en mis húmedos ojos, quise volver a ver la alegría de su marcha dejando atrás una estela de humo,
         El Balnerario, Valleseco, Bufadero, Las Cuevitas, Cueva Bermeja pasaban ante mi vista haciéndome recordar otros momentos en que me peleaba con mi hermano para ponernos en el lado de la ventanilla para, a través de ellas, ir viéndolo todo.
         Todos esos barrios habían crecido con nuevas viviendas encaramándose en las laderas de las montañas, pero muchas de ellas estaban a medio acabar y sin revocar las paredes exteriores,con los bloques grises a la vista, dándole un feo aspecto de descuido,  improvisación y cierta pobreza  que,  en principio, me desagradó.
          La carretera poco o nada había cambiado. A partir de Cueva Bermeja, la carretera comenzaba a subir hasta su altura máxima de siempre bordeando, en numerosas curvas, la agreste costa formando unos escarpados precipicios, solamente protegidos por un bordillo interrumpido en pequeñas separaciones.
        Hasta entonces no comprendí lo peligroso de su trazado y el riesgo que suponía circular por aquella estrecha y peligrosa carretera donde el cruzarse con otro vehículo, si no fuera por algunos recovecos preparados al efecto y la pericia de los magníficos conductores, era prácticamente imposible. De pequeño, la inconsciencia infantil, convertía en emoción y aventura cualquier incidente que ocurriera en la carretera, pero ahora, sentía verdadero temor.
          Me llevé una desilusión al girar en la curva del Saladero y ver con pena, que ya no estaba en actividad y se me vino a la memoria la imagen de las mujeres con sus delantales y unas anchos sombreros de paja sobre sus pañuelos de cabeza asomándole por los lados que removían, sobre los callaos de la playa y sobre los tejados de unos secaderos de obra, los chernes, corvinas, tollos, lubinas, etc. expuestos al sol, a las que saludábamos con la mano al momento de pasar. Eché de menos el olor característico del pescado en salazón que acompañaba a la guagua durante la curva que formaba las escarpadas montañas que configuraba, en el barranco de Jagua, la pequeña playa de arena negra de la ensenada.
           Nada más dejado atrás el Saladero llegaba, para mí, el trozo de carretera más bonito y misterioso de la carretera y empecé a sentir un cosquilleo especial en el estómago al pensar que estaba llegando a San Andrés.
            Creo que en ese tramo, la carretera adquiría la altura máxima del precipicio hasta la orilla del mar. De pequeño, veía la arena negra de la playita llamada El Trabuco entre unas rocas a una distancia enorme desde la altura de la guagua, sin embargo ahora, tenía la extraña sensación de que aquella “enorme” distancia, estaba reducida como si la carretera se hubiera hundido.
             La marea estaba en su fase de bajamar y pude contemplar, por última vez en el Trabuco, la belleza de las suaves olas acercándose a la orilla dejando al descubierto la fina arena negra al retirarse el agua, y, sobre ella, una cenefa de espuma blanca que rápidamente era absorbida, mientras, otra ola, iniciaba de nuevo el proceso.
             Lo misterioso de aquel tramo lo producía una puerta de hierro de dónde, al anochecer, los chiquillos decían que se aparecía un fantasma.  Al lado de la puerta, desde la carretera, salía una escalerilla estrecha, de la misma piedra de la montaña, que subía, hasta perderse de vista, hacia la cumbre. Creo recordar que “aquello”, le decían “el polvorín”. Nunca llegué a pié hasta ese lugar, pero cada vez que pasaba en la guagua, se producía en mi mente infantil, sobre todo, si regresaba oscurecido, una imagen fantasmagórica de una bruja  de cara verde como la del Mago de Oz que, cuando vi la película, me dejó impactado de terror.
 Foto cedida por "I Love Santa Cruz" de facebook reproducida en el  álbum de Fcº Luis Yanes Aulestia.
            La realidad de aquel rincón en la carretera, era la existencia de una instalación militar y la escalinata servía de acceso a un búnker de artillería, bien camuflado, construido para proteger la costa en tiempos de la guerra civil complementando, con otros dos ubicados en la playa de Las Teresitas, la defensa de Santa Cruz.
            Una curva más y la guagua entró en la Muralla Grande. La vista de San Andrés con El Muellito, La Rambla, todo el conjunto de casas hasta El Castillo y El Cabezo,  hizo latir mi, entonces, joven corazón con tanta fuerza  que podía oírse.  Una fuerte emoción se apoderó de mí poniendo un apretado nudo en mi garganta, y mis ojos, sin poder reprimirlo, se llenaron de amorosas lágrimas hacia aquellos lugares en los que di mis primeros pasos y tuve las primeras vivencias de mi vida.
           Mi primer deseo al pisar de nuevo el suelo de San Andrés fue ir hasta el extremo   del Muellito y desde allí, contemplar su playita de arena y sobre los callaos, las barcas de toda la vida varadas, algunas con los petromaxs colocados, en espera para salir a la mar a pescar.
           En el rincón de la escalera de bajada a la playa, se apilaban, en varias filas, cajas rectangulares de madera para el pescado, unas nasas,  varias pandorgas y una red amontonada en un lado del muelle y volví a recuperar el olor de las redes, a aparejo, a mar, a aquel sabor tan marinero que tenía impregnado en mi memoria y mis recuerdos y un temblor nervioso de emoción volvía a invadir mi alma “lagartera”. Tuve que salir de allí, rápido y casi escondiéndome, para no descubrir mi debilidad sentimental ante las pocas personas que me miraban con curiosidad   y desconcierto.
           Me dirigí hacia el Castillo con una idea preconcebida de lo que quería visitar ante la premura del tiempo que disponía. Mientras caminada miraba las casas y en cada bocacalle, me detenía para tener una visión global de ellas, dándome cuenta de la dificultad de pararme en todos los sitios y más que nada, reprimir la emoción de la que ya me sentía muy sensible y afectado.
          Hice una rápida visita al Castillo y comprobé con pena, que continuaba siendo la misma letrina de siempre. Seguí andando dejando atrás el campo de fútbol, algo mejorado, y en mi imaginación oí el ¡¡Riquirraca, zumbarraca, bim, bom, bá, San Andrés, San Andrés, y nadie más  !! que tantas veces había gritado, deteniéndome después en la puerta del cementerio dónde yo había acompañado, como monaguillo, hasta su última morada,   a muchos de los que allí dormían su sueño eterno..
         Busqué con la mirada, pues no pude entrar por estar cerrada la puerta, la tumba de un hermano enterrado allí y yo no conocí. Las sepulturas aún conservaban las coronas y ramos de flores, ya mustias y ajadas, que los familiares colocaron en las pasadas fechas de Todos los Santos y Día de Difuntos. Con devoción y no menos sentimiento, recé unas oraciones por mi hermano Paquito y todos los hijos del pueblo sepultados con él.
         El día, amaneció soleado, pero se fue tornando gris a lo largo de la mañana y en estos momentos, estaba el cielo cubierto de nubes amenazadoras de lluvia pero, de momento, se aguantaba mientras yo caminaba a paso decidido sobre la vereda de “callaos” hacia el final de la playa de Las Teresitas que, poco a poco, iba dejando cada vez más espacio de su preciosa arena negra al descubierto.
          Durante todo el camino, no me crucé con nadie y el recorrido playero continuaba en la misma soledad. Tampoco era hora de que hubiera gente por las calles y mucho menos en la playa con un día tan feo y siendo hora de estar comiendo.
           Bajé de los “callaos” hasta la arena de la ya extensa playa casi llegando al Balneario para subir de nuevo a inspeccionarlo más de cerca  viendo que se encontraba en pié, pero en un estado lastimoso. 
           Me detuve entre el balneario y el final de la playa. Me senté a comer los bocadillos mientras miraba el mar como se retiraba en pequeñas olas hasta dejar Las Teresitas como yo la recordaba en bajamar, con una franja casi como un campo de fútbol de su arena negra y unas límpidas aguas que invitaban meterse en ellas. Me descalcé y dándole los últimos bocados a una manzana, recorrí todo el trecho, desde las piedras hasta el agua para mojarme los pies, entonces sentí un fuerte deseo de bañarme presintiendo que a lo mejor nunca más tendría otra ocasión de disfrutar de su arena, ni de su actual estado.

Foto : Javier Melián

       No pude contraerme ante la invitación que me ofrecía aquella situación. A medida que volvía hacia atrás, me fui quitando la ropa hasta quedarme totalmente desnudo pues no había traído bañador ni tampoco la idea de lo que estaba ocurriendo.
         En aquella absoluta soledad, solo arrullado por el sonido de las pequeñas olas, me sumergí en las limpias aguas dejándome mecer por las suaves olas y nadé, buceé, salté, me revolqué, me embadurné de su negra arena y corrí por Las Teresitas, como no lo había hecho ni cuando era niño, en una cariñosa despedida.
            Mientras disfrutaba de aquel baño mágico no me percaté de que alguien, al lado del Balneario, al pie de la montaña, me observaba y sentí desconfianza de si pretendía robarme o algo no deseable. Subí hacia donde había dejado la ropa y esperé a secarme, al aire.  A medio secar, me vestí, e inicié el recorrido de retorno henchido de felicidad.
           Frente a mí, durante todo el camino, tenía a la vista la montaña en cuya ladera, antes de dejar el pueblo, solo existían unas cuantas casas por encima de la Rambla  pero ahora, la proliferación de nuevas viviendas había ocupado buena parte de la montaña  y me causó la misma impresión negativa de Valleseco, Bufadero, etc. casas a medio terminar, sin el enlucido de las paredes exteriores y aún sin pintar como consecuencia, suponía, de que sus propietarios las irían terminando según sus recursos económicos.
           La tarde se hizo más espléndida cuando las nubes se apartaron eliminando el riesgo de algún chaparrón, dejando entrever, entre algunas nubes mas esponjosas, grandes espacios de cielo azul y luminosos rayos de sol.
          Con el calorcillo de esos rayos salares tan reconfortantes, hice el camino de regreso hacia el pueblo, absorbiendo, con todos mis sentidos, aquellos entrañables parajes, que algo me decía, nunca más volvería a disfrutarlos en tan auténtica esencia.


                                         ………….  continuará









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