domingo, 6 de noviembre de 2011

La vuelta a San Andrés // Primera parte: Salida y Villa Cisneros


Hacía muchos años que faltaba de San Andrés y desde que salí del pueblo, en el año 1950 con poco más de 9 años, no había vuelto, pues, las circunstancias de la vida, me había llevado por otros lares.  
        El hecho de no quedarme nadie de la familia viviendo allí, demoraba año tras año el viajar hacia el pueblo que me había visto nacer, ya que, cuando tenía mis vacaciones, mi habitual destino era Málaga, donde vivía, residían mis padres y buena parte de mis hermanos.
         Allí tenía mis amigos y un excelente ambiente en una cosmopolita Costa del Sol que cada verano bullía de extranjeros, además de traer las últimas novedades de las músicas, bailes y modas de una Europa mucho más moderna y liberal de lo que nosotros teníamos por entonces. También allí, disfrutaba de buenas playas, buen “tapeo” y por las noches, un Torremolinos pleno de tentaciones con cientos de bares, bailes, salas de fiestas llenas de hermosas y liberadas “suecas” dispuestas a “ligar,” con más facilidad que las nativas, aún reprimidas por el encorsetamiento de las ancestrales costumbres de nuestro país que, poco a poco, empezaba a liberarse de tantos tabúes  y…  todo ello, era un atractivo muy fuerte para no querer ir a otros destinos. 
        Pero, a pesar de los cambios de lugares, nuevos amigos, etc., etc. los recuerdos  infantiles de mi pueblo canario, siempre me acompañaban y me traían grandes nostalgias, haciéndome  revivir con frecuencia, en sueños imaginativos, mis correrías con los amigos por los barrancos, los baños del Muellito, los “inocentes” hurtos de plátanos y mangos en las huertas , los juegos en el derruido Castillo, mis experiencias de monaguillo,…. un largo etc. que he ido reflejando en mis “Recuerdos de San, Andrés”.  Todos esos sueños no calmaban mis fuertes deseos de volver algún día a reencontrarme con tan queridos lugares, sino, más bien, los intensificaba y cuando no por una causa o por otra, pasaban los años sin encontrar el momento propicio de verlos realizado.
            Mi intención era, en principio, ir a Santa Cruz en época de carnavales, porque podría disfrutar de su magnífica explosión de alegría, esplendor y colorido, del que estuvo privada esas fiestas, en los años que tuve la ocasión de vivirlas, por circunstancias, ya de sobras conocidas. Pero lo que lo hacía más atractivo todavía,  seria aparecer por San Andrés disfrazado de “mascarita” y pasearme por el pueblo saludando a unos y otros llamándolos por sus nombres, gastándoles bromas y dejándoles la incógnita de quién seria “semejante confianzudo”. Pude hacerlo bastante tiempo después, pero ya era tarde, porque la mayoría de los pobladores actuales de San Andrés, ya eran, para mí, totalmente desconocidos.
             Con esa idea, seguía esperando la ocasión de poder hacerla realidad algún día y ese día ocurriría a finales de los años 60.
              Ese año económicamente me era propicio y tomé la decisión de, además de las vacaciones veraniegas, haría una segunda parte, más exótica, que me llevaría al Sáhara a visitar a mi hermano Andrés y a mi hermana Carmen, casada con un militar; ambos hermanos llevaban unos años viviendo en Villa Cisneros, destinados allí por su condición de militares, haciendo algunos años que no nos veíamos.
            Elegí el mes de noviembre por varias razones: No tenia importantes obligaciones, pudiendo ausentarme prácticamente todo el mes; el tiempo en aquella zona era  estupendo para una prolongación del verano evitando los incipientes fríos que ya se dejarían sentir en Madrid donde, en esos momentos, yo residía, y por último, aprovechando la relativa cercanía, haría el regreso por Tenerife  con una breve escala de unos días con la intención de estar en San Andrés el día de su fiesta que, durante tanto tiempo, había deseado.
           Así que preparé mi maleta, saqué los billetes  y… ¡allá que me fui!
           Unos amigos me acompañaron a Barajas con su coche y también me recogerían al regreso. El viaje hasta Villa Cisneros tenía varias escalas por lo que me llevaría casi todo el día entre viajes y espera en los diversos aeropuertos.
           El primer vuelo salía a las 10 y era directo al aeropuerto de Gando en Las Palmas. Una vez allí, esperaría unas cuatro horas, aprovechando para comer y dar un breve paseo por los alrededores sin alejarme mucho por temor a perder el vuelo.
           En Gando hice trasbordo a un avión, algo más pequeño, que hacía escala, aproximadamente una hora sin bajarnos del avión, en El Aaiún, para después continuar, por fin, hasta al final del destino donde me esperaban mis hermanos.
         Llegué casi anocheciendo, después de tantas horas entre vuelos y esperas, cansado y muerto de hambre.
         La estancia en Villa Cisneros fue realmente inolvidable. Disfruté de la compañía de mis hermanos y dos pequeños sobrinos, hijos de Andrés y de una serie de actividades y excursiones   por el desierto viviendo unas experiencias únicas.
         En aquellos años la capital de lo que se llamaba Rio de Oro, tenía unas dimensiones mínimas siendo, la mayoría de sus construcciones, instalaciones militares y viviendas para los familiares destinados allí. Destacaban entre todas ellas, la preciosa, y vanguardista iglesia, al lado, la fortaleza, la residencia del gobernador y las residencias de oficiales y suboficiales.
        Las escasas tiendas que existían eran de propietarios canarios y algunos saharauis ya tenían viviendas de obra, pero en las afueras de las construcciones de la incipiente ciudad, era un campamento de “jaimas” donde los nativos, poco a poco, iban aposentándose dejando su nomadismo para asentarse, de forma estable, al abrigo y protección de los españoles.
         La ciudad estaba emplazada en una larga y estrecha península formada por una larga lengua de agua que entraba hasta el istmo originando una hermosa bahía. La otra orilla de la bahía, frente a la ciudad, le decían el “Continente” donde estaba ubicado un pequeño destacamento llamado El Aargub al que se accedía en una falúa a motor un par de veces a la semana.
            Durante los dos primeros días iba a la playa próxima al muelle, donde acudía el personal civil de la colonia, pero yo buscaba algo auténtico, más exótico y tranquilo donde pudiera bucear y recrearme en aquellos fondos tan ricos y de unas aguas cristalinas con una gran abundancia y variada fauna piscícola, que hacía de la pesca submarina de langostas, meros, pulpos, sargos, etc. una verdadera delicia. Nunca se regresaba de vacío.
           Generalmente me desplazaba hacia el sur de una playa interminable, virgen y solitaria que se extendía, ininterrumpidamente, hasta el final de la península.
          La fina arena del desierto moría en dunas de medianas alturas que formaban pequeños acantilados bañados por el tranquilo mar de aguas limpias donde se transparentaban suaves fondos.
          Para bajar hasta la orilla del mar me deslizaba rodando sobre la fina arena amarilla sintiendo su cosquilleo en mi piel  con una gran sensación de libertad  a la vez que pesar, por estar violando una naturaleza virgen. Luego, desnudo cual Adán, disfrutaba de aquel silencio y tranquilidad en aquellos increíbles parajes donde el tiempo, sin percatarme, transcurría plácidamente, creyéndome en un paraíso. Me sumergía en aquellas limpias y plácidas aguas hasta quedarme con la piel de pies, manos…y lo demás, arrugadas como una “papa” por la larga permanencia dentro de ellas.
          Algunas tardes recorría la península a lo ancho hasta llegar a la costa de mar abierto, donde el Atlántico se mostraba más violento que en la bahía.  A medida que te aproximabas hacía la costa atlántica, la arena desértica iba disminuyendo, dejando al descubierto la base pétrea de la que está constituida la península.
          Durante la larga caminata pude experimentar la visión del espejismo queriendo ver pequeños accidentes del terreno del horizonte, reflejándose en un gran lago. Era extraña la sensación de proximidad pero caminabas y caminabas, y jamás lo alcanzaba, manteniéndose, el     lago y reflejos, alejados, hasta acabar por desaparecer.
          Vi que toda la costra  rocosa  estaba formada por un aglomerado de grandes conchas de vieiras, enormes vulvas de mejillones,  caparazones de erizos, diversos tipos de conchas de moluscos y caracolas marinas fusionados con arena pero,  todos ellos, fosilizados,  muy compactados y de una dureza tal, que era muy difícil  recoger alguna muestra si no era utilizando herramientas apropiadas. Aquella plataforma totalmente llana, posiblemente era el fondo del mar que, sabe Dios los millones de años, dejó de bañar lo que hoy es el Sáhara. 
          Aún conservo varias muestras de mejillones y vieiras fosilizadas del desierto.
          Al llegar al borde de la plataforma de fósiles, a unos 20 ó 30 metros de la orilla, un gran barco de carga, permanecía varado en la arena como consecuencias de haber encallado por un fuerte temporal, conservándose aún muy entero aunque la corrosión dejaba ver su huella. Te apetecía bajar y acercarse a él porque se podía llegar a pie  de tan próximo  y la poca profundidad del agua,, pero existía un peligroso inconveniente.  Para descender hasta la playa, tenias que  atravesar por unos cortados que los fuertes  embates de las olas contra la costa había desgajado trozos de  la plataforma fosilizada  formando oquedades y grandes bloques, como en los  rompeolas, cuyas galerías y huecos, estaban profusamente poblados  por una colonia de numerosos chacales que lo utilizaban como guaridas.  
           Producía verdadero temor contemplarlos sin sentir escalofríos cuando, desde las entradas de sus refugios o subidos sobre los trozos de pedruscos, te miraban fijamente con sus penetrantes y brillantes ojos, moviéndose inquietos y lanzando, no sé si, un lastimero o desafiante, aullido.  Me pasaba un buen rato observándolos y le tiraba alguna piedra para ver su reacción. En principio, era huidiza pero inmediatamente, plantaban cara amenazadoramente. 
           En cuanto el sol empezaba a declinar, tenias que regresar deprisa, porque había un largo trecho y era peligroso que oscureciera y aún estuvieras de camino porque, los chacales, en bandada, se movilizaban hasta las afueras de la ciudad a la espera de que se hiciera de noche, para acudir a los vertederos de la basura donde encontraban suficiente comida en los desperdicios de los acuartelamientos y viviendas.
          A medida que te ibas alejando de la costa, mirabas hacia atrás y empezabas a ver a los chacales más osados que iniciaban el camino,, hacia la ciudad. El verlos como te seguían, causaba en ti un angustioso desasosiego y acelerabas el paso instintivamente mientras te parecía que las primeras casas las habían empujado, alejándolas, porque no llegabas nunca.  
          Ya a la madrugada, en el pavoroso silencio del desierto, oías los rugidos de las luchas, acompañados de los espeluznantes y tétricos aullidos de los chacales, que ponían los pelos de punta. 
                                  




     ………  Continuará







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