sábado, 19 de noviembre de 2011

La vuelta a San Andrés // Tercera parte: El té, despedida y Santa Cruz


             Aquella tarde, después de la siesta, me dijo mi hermano Andrés: -- ¡Arréglate, te voy a llevar a un sito que te va a gustar!-- El arreglarse consistía en ponerte una camisa, un pantalón   y ¡ya estabas! 
           Caminamos por varias calles preguntándome a donde me llevaría, mientras él, caminaba seguro sabiendo cuál era el destino, sin darme ninguna pista, jugando con mi   incertidumbre y mosqueo. Cuando me di cuenta, habíamos dejado atrás las últimas casas y nos dirigíamos por un descampado, hacia un enjambre de jaimas que los nativos   iban montando a medida que dejaban la vida nómada asentándose al abrigo de la ciudad en busca de una vida más estable. Con ellos llevaban el escaso ganado que poseían, encerrándolas en precarios rediles, compartiendo el terreno al lado de la jaimas. Avanzamos por una amplia calle formadas por las jaimas a un lado y otro dejando atrás a varios camellos que descansaban sentados sobre la caliente arena.
           A nuestro paso los chiquillos se nos acercaban y algunos ponían la mano solicitando le diésemos algunas monedas ante la miradas de las mujeres que trajinaban delante de sus tiendas y de algunos beduinos, con quien nos cruzábamos, cubiertos de largas túnicas y enormes turbantes del mismo tejido, de un azul oscuro, que le desteñía impregnándoles la piel, dejándosela manchada, y sirviéndole de protección a la constante exposición del sol.
            Giramos hacia la izquierda, metiéndonos por otra calle, hasta llegar a una jaima donde una nativa beduina, nos esperaba sentada en cuclillas, al estilo bereber, ante una bandeja con vasos para el té, una tetera, y dos cajas de lata; una más pequeña, con té verde, y la otra, con azúcar pilón, Detrás de ella, un pequeño anafre de barro tenia encendida las ascuas con una tetera de agua calentándose.
           --¡Salam malecum!—Saludamos nosotros a la entrada de la jaima.
           --¡Malecum salam!--- contestó la nativa haciéndonos un gesto con la mano e invitándonos a sentarnos, cosa que hicimos en el suelo y con las piernas cruzadas, al más puro estilo árabe. 
           Fátima, que así decía llamarse la saharaui, hablaba un poco el español y me hizo preguntas si me gustaba el té, el desierto… y empezó a explicarme, a la vez que lo preparaba, todo el ceremonial de la toma del té, haciéndome patente que ellos lo preparaban totalmente diferente de los marroquíes.
          Como en un ritual religioso, llenó, hasta la mitad, uno de los vasos con  las hojas de té de la lata pequeña. Del fuego cogió la tetera del agua hirviendo y en otra tetera  de alpaca, de donde se serviría, echó el medio vaso de té y a continuación medio vaso del agua  caliente, lo removió un poco y vertió  el liquido del primer té, en otro vaso, desechándolo  porque suele ser muy amargo.
          De la lata con el azúcar pilón, cogió unos pedacitos, que previamente había troceado, y los introdujo dentro de la tetera de alpaca que aún contenía las hojas del té.
Después, volvió a poner agua hirviendo en la cantidad adecuada, según los que lo tomarían, echándolo en los vasos desde una altura prudencial, escanciándolo como si fuera sidra, para conseguir una capa de espuma. Luego repetía la operación, hasta tres veces, trasvasando el té de un vaso a otro, hasta quedar todos los que se tomarían definitivamente, con la misma cantidad de líquido y espuma, con una precisión exacta.
       Según la tradición, se toman tres tés con distintos niveles de azúcar.
        El primero, es amargo como la vida.
        El segundo, dulce como el amor.
        El tercero, suave como la muerte
        Ciertamente mi hermano tuvo razón, no sólo me gustó a donde me llevó, sino que me encantó la experiencia y guardo un recuerdo inolvidable de la hospitalidad, la elegancia de los movimientos rituales a lo largo de la ceremonia, el aroma y sabor de aquel té, tan auténtico, como no he vuelto a tomar otro el resto de mis días.
          Los días pasaban inexorablemente y más rápido de lo que deseaba entre baños, pesca desde el muelle del que salía, además de sorprendido, cargado de grandes peces, pues apenas entraba el anzuelo al agua, ya picaban, ¡tal era la abundancia!, las largas mañanas de buceo, las incursiones por los alrededores de la península o las plácidas noches de charla bajo un cielo diáfano, repleto de estrellas, que casi no sabía que existieran.
         …Pero, llegó el momento de tener que partir si quería hacer realidad el verdadero motivo de mi viaje que, no era otro, sino pasar las fiestas de San Andrés en mi querido pueblo de nacimiento. Ya había disfrutado casi un mes de la compañía de mis hermanos y de unas fantásticas e inolvidables vivencias y realmente, tenía deseos de pasar unos días en Tenerife para recuperar lugares y recuerdos de mi infancia.
       Cuando fuimos a sacar el billete para Santa Cruz, mi hermano supo que saldría la estafeta con destino a Tenerife en un par de días, me pidió que le esperara antes de sacar los billetes y desapareció por un buen rato. Regresó con una sonrisa y una buena noticia, consiguió que me admitieran en la estafeta militar para irme, ahorrándome el billete del avión comercial, el único problema, era tener que retrasar la marcha un par de días. No me importó, pues, para cumplir mi deseo, tenía suficiente tiempo y, el ahorro, lo aprovecharía para algunas compras.
           Mi hermano con su esposa y sus dos hijos, me acompañaron hasta el aeropuerto donde la estafeta militar ya estaba en pista acabando de cargar las mercancías  y correo  originado en toda la zona.
           Nos despedimos con tristeza, pero con la esperanza y el deseo de volver a estar juntos lo más pronto posible.
           Subí al avión y la sorpresa fue que no tenía asientos, solo paquetes, materiales del ejército, algunos militares y unos pocos civiles que, como yo, estaban autorizados para viajar. Y todos de pié.
        Cuando el avión, un viejo Yunkers cuatrimotor de transporte, puso sus motores en marcha, además de un ruido ensordecedor que nos acompañó durante todo el trayecto, vibraba como una lavadora en el centrifugado.
         Mientras corría por la pista para despegar, daba la sensación de no poderlo conseguir y parecía que, de un momento a otro, acabaría deshaciéndose en mil pedazos. Yo lo creía firmemente y se notaria en la palidez de mi cara, claro, que yo no era el único. Pero a pesar de todo, el avión levantó el vuelo, y desde una de las ventanillas, vi como se alejaba de mi vista la península con su hermosa bahía, ahora plenamente definida, destacando en una inmensidad de arena.
             Después de una breve escala en el aeropuerto de Gando, reanudamos el vuelo hasta Tenerife, aterrizando en los Rodeos, único aeropuerto en la isla entonces. Seria aproximadamente la 1.
           Ya en Santa Cruz, pregunto a un guardia urbano por una pensión céntrica y, muy amablemente, me acompaña a una pensión-hostal al que se entraba a un patio donde   se ubicaba la recepción, un pequeño y sencillo salón-bar y algunas habitaciones abajo. La distribución del resto, hacia las habitaciones de los pisos, era un poco extraña, todas las escaleras de acceso, estaban al descubierto y el conjunto más parecía un cortijo, todo blanco, que un hostal, pero eso sí, estaba en pleno centro de Santa Cruz.
         Recuerdo que delante había una placita a la espalda del teatro Guimerá. La calle   donde estaba el hostal, mirando hacia la derecha, veía la entrada de la Recova y a la izquierda, creo que era la plaza del Príncipe, todo muy cerca de calle Castillo y de Imeldo Serí.
         La casualidad quiso que el guardia que me acompañó, me era conocido, pero no acababa de identificarlo. Poco antes de llegar al hostal, ya sabía quién era, pero no me di a conocer. Le invité a una cerveza, que me aceptó, y le pregunté cómo podía ir a San Andrés, cosa que yo ya sabía,. Me explicó donde estaba la parada y un poco mosqueado me pregunto si lo conocía. Solo le dije que quería conocer sus playas de la que me habían hablado. Estuve a punto de llamarlo por su nombre, pero me contuve. ¡Si supiera que su hermana Ángela es mi cuñada! Pensaba yo, mientras me divertía manteniendo el anonimato.
         Salí a comer a un bar donde daban comida casera a buen precio y después comencé a recorrer lugares familiares, algunos de ellos bastante mejorados a como yo los deje muchos años atrás.
          Bajé a la plaza de los Caídos, la de Candelaria, me llegué al Cabildo a solicitar información de unos libros que quería comprar y por la tarde estaba cerrado. Me llegué hasta la parada de las guaguas de San Andrés esperando ver a alguien conocido y algunas caras quería reconocerlas, pero no lo conseguía. Volví hacia la plaza de Candelaria y entré El Casino, que recordaba de niño, a tomar café mientras hacía tiempo para que abriera el comercio.   
                                                         Foto: Año 1961
          Subí por la calle Castillo mirando escaparates y encontré una tienda donde vendían guitarras y timples. Compré untimplillo” hecho en Lanzarote, un método de aprendizaje y varias cuerdas de repuesto porque en la península a lo mejor no las encontraría.              
         Caminé, caminé y caminé todas las calles y plazas que pude absorbiendo el aire, impregnándome del perfume y el “sabor” de todo lo que visitaba acaparándolo con ansia para ir repleto de todo lo canario para después, en la tranquilidad del regreso, irlo saboreando y  aplacar mis nostalgias evocando sus imágenes.
           Me levanté temprano para aprovechar al máximo el poco tiempo que disponía. Mi primera visita fue para el Cabildo, donde compré varios libros sobre la Historia de Canarias, La conquista de Tenerife del historiador Don Antonio Rumeu de Armas, monografías de fauna, flora, economía, museos, en fin, todo lo que había publicado sobre las islas, en especial, de Tenerife. Salí bien provisto de libros y callejeé de nuevo comprando algunos jerseys ingleses de cachemir, tabaco, whisky, los últimos casettes (aún no existían los CD) y discos de los Sabandeños, Los Chincanarios y un single de la rondalla de San Andrés con “Lo Divino “, isas y folias que, por suerte, encontré, ¡ah! y un gánigo del Chipude.     
            Llevé todo a la pensión y salí de nuevo, pero esta vez con un destino y una intención muy distinta. No quise perder tiempo en comer en ningún restaurante sino que compré para un par de bocadillos, y me fui a la parada de las guaguas de San Andrés que, como siempre, seguía estando después de los Paragüitas, y casi temblando por la emoción, me subí en la primera que salió.

                                              …… continuará








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