Todos los años, no recuerdo en qué fechas del verano,
se producía en San Andrés un “atronador” acontecimiento que ponía en guardia a
todo el pueblo sin descartar a las “cucas.”
Previamente se advertía a la población que,
unos días determinados, durante el tiempo que duraran las pruebas de tiro, se
tomaran ciertas precauciones para evitar posibles accidentes caseros y, a la vez, malestares físicos. Para ello se aconsejaba que, tanto puertas
como ventanas de las casas, permanecieran abiertas mientras se producían los
violentos estruendos de los cañonazos, seguidos de vibraciones, que hacían temblar
hasta los cimientos de las casas.
En
las viviendas se ponían a buen recaudo todos los utensilios (jarrones, vasos,
copas, … en general, todo lo que fuera o tuviera cristal),susceptible de rotura
por causa del estremecimiento producido como consecuencias de las ondas
expansivas de las explosiones.
Entre las recomendaciones más eficaces para las personas eran ponerse
algodones en los oídos para amortiguar el ruido de los zambombazos, salirse a la calle para eludir posibles caídas
de techos en casas viejas, pero sobretodo, mantener la boca entreabierta previniendo, de esa manera, que te reventara el
oído, para lo cual, a los niños, nos ponían un trozo de palo en la boca para
que lo mordiéramos y así manteníamos “tan infalible remedio”, de forma mas
amena y disimulada, evitando parecer el ”bobo” del pueblo.
Recuerdo, no sin
cierto terror, con cuatro o cinco añitos, llegado el día de las “maniobras,”
como se le llamaba al acontecimiento, ya desde la mañana, notaba los preparativos y comentarios de lo
que iba suceder y durante el día, me
sentía inquieto y temeroso.
A medida
que se acercaba el momento, iba en aumento mi miedo y con el estallido del primer
disparo, retumbaba el cañonazo, no solo
en mis oídos sino en todo mi pequeño ser, desencadenando mi tensión acumulada
en un nervioso llanto.
Salía corriendo despavorido a esconderme
debajo de la cama o donde pudiera, acabando en brazos de mi madre o de alguna
de mis hermanas que me abrazaban amorosamente mientras trataban de calmar mis
temblores y ahogar mis asustadizos sollozos.
Pero pasados aquellos primeros años de
terror, “las maniobras” se convirtieron para mí, lo que ya era para la mayoría
de los chiquillos de San Andrés, un acontecimiento esperado, emocionante,
festivo y altamente divertido.
El
día que se iniciaban los ejercicios de tiro al blanco, después del mediodía, la
inquietud se apoderaba de todo el pueblo que se afanaba en proteger todos los
objetos frágiles de las casas, en cambio, la chiquillería, bullía de entusiasmo
y desde temprano, era motivo de comentarios y preparativos para reunirnos para
ir a ver los cañones y si acertaban al blanco.
Sobre las cinco, nos
juntábamos todos los amigos que formábamos la banda de La Torre con mi hermano
“Panchín” al frente, Zenón y Pascasio (Los “Currillos”), los primos Antonio y
Pepito Baldeón, Ignacio Baute España, José “el Cachirule”, los hermanos Goyo, José
y Ezequiel Cabrera(los “Peinador”),Pancho y su primo Crispín… y un largo etc.
de muchachos de otros lugares, pequeños y más mayores, que se dirigían al mismo sitio que nosotros desde
donde se tuviera una buena visión de La
Batería y frente a ella, en el mar, a una distancia determinada que apenas se
veían, estaban colocados los blancos objetivo del tiro.
Por
la explanada de La Torre, salíamos, por un paso abierto en la Muralla, al
barranco, encarrilando hacia el puente de la carretera de Taganana por un camino
hecho en el lecho del barranco por el continuo paso de los que se
dirigían hacia las cumbres.
Por entonces, prácticamente al llegar a la
carretera desde el camino precedente, solo existía un par de casitas, (creo que eran de los peones camineros), que
hacían una suave esquina redondeada y detrás
de ellas, un poco más alto, el depósito del agua.
Estando tan próximas al pueblo, hasta podía
resultar extraño que esas montañas se mantuvieran tan bien conservadas de
vegetación autóctona y estructura y no fueran
mancilladas por construcciones,
explotaciones agrícolas o de otra especie, como ocurre en estos momentos que,
una buena parte de su ladera menos alta y próxima a la carretera, ya
empiezan a surgir construcciones y
accesos a posibles nuevas viviendas que no barruntan nada bueno para su conservación.
Desde cualquier parte
del pueblo se veían sus laderas vírgenes, siempre verdes, como un
gigante protector, vigilante y guardián, pudiéndose contemplar, desde sus
alturas, hermosas vista de San Andrés, sus valles y contornos..
Dejábamos a un lado la vía “tagananera“ para empezar
a subir, montaña arriba, sorteando los matorrales y las múltiples tabaibas y
cardones que prácticamente cubrían todo el terreno montañoso, mientras otros,
se quedaban en la carretera o se desparramaban
en grupitos por la montaña.
Foto: Eladio Cova _Flecha: Desde donde veíamos las “maniobras”
Nosotros preferíamos subir casi hasta lo más
alto porque la visión de la Batería era más completa y se podían ver los
movimientos de los soldados entre los cañones, pero, más que nada, podíamos
comprobar, con más facilidad, si la bala acertaba en la diana.
Cuando, a duras penas llegábamos al lugar
escogido, ya, en La Batería, estaban en plena preparación para el inicio de los
disparos.
Efectivamente, sin quitar la vista
a los cañones, … ¡de pronto! un refulgente
fogonazo, seguido de un imponente y
estruendoso
Fotos cañones: Javier Melián Algunos de los compañeros gritaban ¡¡Le ha dado, le ha dado al blanco!!
Y, si
nceramente, nunca
supe si era cierto. Para mí, en aquellos
infantiles años, no era lo más importante que se acertara o errara el tiro, sino
todo lo que lo rodeaba: emoción, aventura, alegría, inquietud, revoloteo,
expectación, etc., etc.… en suma,
¡¡
diversión!!
Pero
el subir hasta la montaña tenía un atractivo añadido que, de vez en cuando,
poníamos en práctica pero, en estas circunstancias, era ocasión propicia y obligatoria para ejecutarla.
Entre los preparativos de los soldados
artilleros para una nueva tanda de
cañonazos, algunos de nosotros, por no decir todos, nos dedicábamos a
escoger alguna hermosa tabaiba dulce de
las que abundaban a nuestro alrededor
para, con una laja, hacer hendiduras en
unas ramas jugosas y en el carnoso y
grueso tronco que soporta la frondosidad del arbusto.
Cada cual trataba de marcar su tabaiba para evitar discusiones cuando
volviéramos a recoger el rico liquido pasados los días en que los ejercicios de tiro se repetían con
un lapsus de una semana aproximadamente, tiempo suficiente
para que secara y espesara en suave goma masticable, convertido ya, en un delicioso
y económico chicle.
Cuando volvíamos, a los pocos días, de nuevo a la montaña para una nueva
sesión de “maniobras”, lo primero que hacíamos era localizar tu tabaiba
correspondiente y con cuidado, ibas despegando de las ramas la leche convertida
en chicle procurando no arrastrar trocitos de corteza porque, luego, lo tenías
que ir escupiendo a medida que” chascabas” el chicle hasta dejarlo limpio y de
un blanco inmaculado y espléndido.
A partir de ese momento estabas “chascando” chicle todo el día, salvo a
la hora de comer, que descansabas pegándolo debajo de la mesa en el lugar donde
te sentabas.
Durante tres o cuatro días, no te lo quitabas de la boca haciendo
enormes “pompas “que salian de la boca cubriéndote prácticamente toda la cara o
estirándolas con los dedos y, soplando, hacer bombitas que explotaban algunas
estruendosamente. De vez en cuando, lo “emborrizabas” en azúcar haciéndole la
competencia al “Bazooka” y al Dubble Bunble”
que solo lo podías comprar muy de tarde en tarde.
Hasta el cuarto día, se mantenía el chicle blanco, aunque ya no tan
reluciente pues, al paso de los días, se iba oscureciendo para acabar, después
de una semana, en un gris amarillento y pegajoso que, cuando hacías una pompa,
se te pegaba por toda la cara que te veías negro, no solo por lo oscuro ya del
chicle, sino, para quitarte los restos que se quedaban adheridos a la piel.
Pero a lo largo de esa corta semana, disfrutabas del chicle más
ecológico, abundante, sano, de pompas enormes y barato, que jamás he masticado.
L. Torti 11 Novbre. 2012