sábado, 30 de abril de 2011

“ El mal de ojos” y “Sacar el sol”


Había tisanas para el estómago, el riñón, la diarrea, para hacer gárgaras, el hígado, lavatorios de ojos, etc., etc. Se hacían con poleo, “greña millo”, cola de caballo, hierba Luisa, rabo de tigre, manzanilla, romero, ruda y cientos de hierbas y potingues. Y no digo nada si estabas con estreñimiento, o “empachado,” no te librabas de una buena cucharada de aceite de ricino y no sé lo que odiaba más, si el asqueroso aceite o la naranja que me daba mi madre para disimular el sabor y lo único que conseguía, era entremezclar los dos sabores  y texturas dándole a la naranja  un tacto aceitoso y repugnante en la boca que no he podido olvidar..
            Si el ricino no funcionaba se recurría a la lavativa donde, por el ano, te introducían una cánula, enganchada a una larga goma, a su vez cogida a la parte baja de un recipiente que se llenaba de agua templada con manzanilla u otro hierbajo adecuado y te llenaban el vientre con un par de litros de la mezcla liquida. Al cabo de un buen rato, salías corriendo hacia la” bacinilla” donde interpretabas un largo concierto de “acuosos gorgoritos” muy acompañados de estruendosos y repetidos tamborileos con olorosos gases… ¡Pero te quedabas en la Gloria!
           La cosa se ponía seria cuando tenías “mal de ojo”. Generalmente ese mal se daba, sobre todo, en los niños pequeños, por lo que las madres, tenían mucho cuidado de mostrar a sus niños a según quien, temiendo que  por celos o envidias, cuando los niños eran hermosos, bonitos o  graciosos, corrían el riesgo de  que le hicieran daño “embrujándole” a la criatura. Cuando esto ocurría, las madres, muy preocupadas, recurrían antes que al médico, a unas “santiguadoras,” llamadas así, porque hacían “santiguados,” una especie de oraciones acompañadas de señales de la cruz, donde se entremezclaban frases religiosas con invocaciones a santos. Estos rezos con frecuencia iban acompañados de sahumerios y amuletos que se colocaban entre la ropa del crio, para quitar el temido “mal de ojo” que dejaban a las criaturas, desganadas, ansiosas, con insomnios y un llanto, casi continuo, sin ningún motivo aparente. Cuando se llevaba la criatura a la santiguadora, ésta, se colocaba frente a él y comenzaba:
                  "Yo te santiguo en nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (hace la cruz con la mano derecha, en el aire)"
                  ¿Qué te corto (
Nombre de la persona)?, la persona le contesta y si es un niño pequeño prosigue.
                  "Yo te corto el mal de ojo, susto o disgusto, pero no te lo corto con cuchillo ni con hierro martillado, sino con la palabra de Dios y el Espíritu Santo" (
Hace simultáneamente la cruz en la espalda de la persona).
                  "Señor mío Jesucristo, treinta y tres años por el mundo anduviste, muchas enfermedades curaste, muchos males disipaste, a María Magdalena perdonaste, a nuestro padre Lázaro resucitaste, así como esto es verdad te doy las gracias por el bien de quitar el mal a esta criatura, que a esta, ni a mi, ni a nadie le haga mal, Jesús, Jesús, Jesús Amén."

"Si te entró por la cabeza, Santa Teresa"
"Por la frente, San Vicente"
"Por la nariz, San Luís"
"Por la boca, Santa Mónica"
"Por la garganta, San Gregorio"
"Por el corazón, La Purísima Concepción"
"Por la barriga, La Virgen María"
"Por los Pies, San Andrés"
 "Y por el cuerpo entero, Jesucristo verdadero”
                 "Este rezo y los siguientes padre nuestros se los ofrezco a Jesús Sacramentado, y así como Jesús entró en Belén en el cuerpo de (dice el nombre de la persona) entre el bien y la salud y salga el susto, disgusto y mal de ojo"
                  "Si esto no fuera suficiente, bastará la palabra de Dios que es grande, Jesús, Jesús, Jesús, Amén"
                  Ahora se rezarían tres padre nuestros, y se repite el proceso tres veces.     
(
texto sacado de una página de internet).

          Existen variaciones en los “santiguados”, aunque todos siguen una línea común. Cada santiguadora, tiene su oración personalizada.
          En cuanto a la eficacia de este tipo de remedios, dependía de la fe que se pusiera en tales métodos, pero aún así, las madres se quedaban tranquilizadas  después de haber hecho el santiguado, esa misma tranquilidad, acababa por  convencerla de la curación del  paciente.                                       
           Habían remedios similares al expuesto anteriormente para curar la insolación, más conocido popularmente por el nombre de “golpe de calor”. El mal, generalmente, venía acompañado de fuerte dolor de cabeza, fiebre, mareos, vómitos, estado indolente,… y estaba producida como consecuencia de una larga exposición bajo el sol sin protección.
          Recuerdo un día de verano de pasarnos toda la mañana, mi hermano Andrés y yo, bañándonos en el Muellito con todos los chiquillos, jugando y  tirándonos  desde el muelle al agua con la marea llena. Se hizo la hora de ir a comer y yendo de regreso a casa, mi hermano empezó a sentirse mal. No obstante, nos pusimos a comer, pero él, no pudo terminar porque se levantó corriendo para ir a vomitar. Mi madre preocupada, le puso la mano en la frente y notó de inmediato, que le ardía la cabeza por la fiebre. Le puso el termómetro, y el mercurio casi rozaba los 40º.  Mi hermano se quejaba de dolor de cabeza y su cara estaba enrojecida. Le aplicaron paños humedecidos con vinagre en la frente y cabeza tratando de aliviar algo la fiebre y los dolores y no recuerdo cuantas cosas más intentaron para mejorarlo.
          No tuvo que ser suficiente mejora porque, mis hermanas, convencieron a mi madre, que se negaba a ese tipo de curaciones, a que le “sacaran el sol” por medios de rezos de las santiguadoras. Posiblemente la decisión de recurrir a semejante remedio, estaba condicionado a que frente de casa, vivía Juana “La Muerte”, que para estos casos, ya tenía probada su experiencia. Una de mis hermanas llevó a Andrés a la casa de la sra. Juana para lo que solo se tuvo que dar 10 pasos escasos.
             Juana“la Muerte” era un personaje en San Andrés. Su apodo desconozco si le procedía de antecedentes familiares, pero de lo que no cabe duda, es que ella le hacía honor al sobrenombre. Era alta, seca como un tollo, cara alargada, surcada por ya muchas arrugas, más por sufrimientos, que por los muchos años ya vividos. Su cuerpo añoso y casi retorcido como la cepa de una vid, manos y pies de largos dedos huesudos. No sé si por anciana o por alguna lesión, cojeaba de una pierna con un suave balanceo sobre las empedradas calles. Siempre vestida de negro con un pañuelo del mismo color a la cabeza y faldas largas casi hasta el suelo, dejando solo al descubierto, sus huesudos pies descalzos. Con el mayor de los respetos y con todo mi cariño, con una guadaña en sus manos, era la “viva” imagen de la Parca Átropos.
             Si no fuera porque tenía dos hijas, se hubiera dicho que Juana “la Muerte” había nacido viuda. Nieves era la hija mayor y estaba unida a Ruperto uno de los hijos del Peinador. Vivian con Juana y ya tenían dos niñas; “Pitusa” de la que fue madrina una de mis hermanas y otra más pequeña, que no recuerdo su nombre.
              La otra hija de Juana, era Juliana, trabajaba y vivía en casa del ”Currillo”. Cuidaba de Zenón y Pascasio y hacia las faenas de la casa y lo que saliera, porque era una mujerona fuerte y muy trabajadora. La recuerdo cargando agua del chorro con un barreño a la cabeza llevándolo como si fuera una pluma y banastas de cebollas que cultivaba el Currillo en una huerta que tenía al lado de  la Batería  por donde ahora está construido el barrio del Suculum. Alguna tarde pasé, con Pascasio y Zenón, sentado a la puerta de su casa, en el “patio” donde además, vivía el Peinador con su extensa familia, quitándole las “greñas” a las cebollas que luego trenzaban haciendo largas ristras.
         Acompañé a mis hermanos a la casa de Juana “la Muerte” un tanto por curiosidad por ver que le haría y porque no era la primera vez que iba, pues jugaba con frecuencia con su nieta Pitusa y en más de una ocasión, con el palo de la escoba, la propia Juana, me  bajaba la pelota, aunque siempre renegando, cuando jugando  en la calle, caía en el viejo tejado  de su casa donde crecían, entre las tejas, varias matas de bejeques y verodes.
           Juana pidió que le trajeran un paño grande blanco y una toalla. Mi hermana me mandó a casa a buscarlo y volví rápido con un trozo de sábana y la toalla. Ya tenía a mi hermano sentado frente a ella con un vaso de agua en la mano. Hizo que mi hermana plegara la sábana varias veces hasta conseguir un grueso de 3 ó 4 capas. Tapó la boca del vaso lleno de agua con el paño doblado, invirtiéndolo, mientras lo colocaba sobre la cabeza caliente de mi hermano. Juana hizo la señal de la cruz sobre la cabeza del enfermo, a la vez que farfullaba una retahíla de rezos y recitado, de frases incomprensibles, en un tono bajo y misterioso.
             Yo no quitaba los ojos del vaso de agua esperando algún hecho extraordinario como que echara humo, hirviera el agua, cambiara de color o… en fin, ¡algo! Pero lo único que ocurría era que el agua iba mermando del vaso al irse empapando el trapo, y como señal del filtrado lento del traspaso del agua por capilaridad, salían unas cuantas burbujitas como si fuera gaseosa.
          En todo este proceso, Juana no cesaba de echar sus rezos y recitados, en un murmullo ininteligible, hasta quedar el vaso vacio. Para comprobar la eficacia del procedimiento y que el “solanero” había desaparecido, “jaló” de tres matas de pelo del paciente, que soltó un lastimero ¡AY! Al notar que el pelo “estrallaba”,  dió  por concluida la invocación, ….¡¡ Estaba curado!!
          No sé si como consecuencia de los rezos  o por refrigeración de la cabeza debido al agua absorbida por el paño,  la realidad fué que mi hermano salió de casa de Juana “La Muerte”…. ¡¡Vivito y coleando!!
           En San Andrés había varias mujeres muy ancianas, que quitaban el “mal de ojo” y “sacaban el sol”. Que yo recuerde, además de Juana, la sra. Trinidad, era una de esas mujeres y vivía frente de mi casa al lado del sr. Luis y sra, Gumersinda, su esposa. En la misma calle La Cruz pero más abajo, haciendo esquina con la vivienda de don Manolo Rodríguez y doña Chana, la sra. Encarnación, también hacia “santiguados” para la curación del “mal de ojos.”
                                                          
                                                            Marzo  2011







sábado, 23 de abril de 2011

Mis amígdalas

La penicilina estaba recién descubierta pero en nuestro país no había posibilidad de obtenerla a no ser que se tuviera muchísimo dinero para poder adquirirla en América, como se decía refiriéndose a EE. UU. o en Alemania, dónde tampoco era fácil.     
          La mortalidad, entonces, era muy alta por enfermedades de curación difícil a base de remedios caseros y medicación escasa de eficacia discutible.
           Muchos males se curaban a base de hierbas medicinales, que realmente hacían su efecto, y múltiples medios, algunos, incluso rayanos en artes de brujería. Hoy, gracias a los avances farmacológicos y médicos, muchas de aquellas enfermedades se curan, o están  controladas e incluso erradicadas.
          Uno de los medios caseros. por aquellos años, para fuertes resfriados con toses “cavernosas”, era dar friegas de yodo, un ungüento y vahos de Vick Vaporub y si la cosa era más seria, se recurría a las “ventosas,” consistente en colocar una “mariposa”  encendida sobre el pecho y después en la espalda, cubierta con un vaso de cristal si no se tenía unos, ya especialmente hechos para eso. La llama de la mariposa iba consumiendo el oxigeno contenido dentro del vaso hasta apagarse, consiguiendo que el vaso quedara fuertemente agarrado a la piel al hacerse el vacio. Te llenaban el pecho y después la espalda de vasos “enganchados” que para quitarlos costaban lo suyo y te dejaba el cuerpo lleno de “roscos.”  
         Otro de los remedios caseros muy usado de aquellos tiempos eran las cataplasmas. 
          La cataplasma era un tratamiento que se aplicaba en la parte del cuerpo donde  existía el mal. Estaban hechas de diversas hierbas y productos, dependiendo de lo que se quería curar. Tenía una consistencia blanda, algo húmeda y normalmente se colocaba caliente, a veces tan caliente, que había que esperar se enfriase un poco para poder resistirla.
          Su uso más frecuente era para calmar dolores musculares, como antiinflamatorio y a mi me las ponían para la congestión bronquial y resfriados, a los que era bastante asiduo, con el acompañmiento de grandes inflamaciones de amígdalas que me producían altas fiebres y dificultades respiratorias, dado el gran volumen que adquirían.
         Para esta circunstancia, cosa que sufrí frecuentemente y muy graves, el remedio eran “toques “ con “azul de metileno”, una especie de tinta de un color azul marino que con la parte trasera de un palillero al que se le colocaba enrollado un trozo de algodón  en un extremo a modo de esponja, te lo restregaban en las amígdalas, produciéndote grandes arcadas  que, además de ver las estrellas, echabas la primera papilla. De ahí que en mi casa nunca faltaba el dichoso tarro de “azul de metileno”, ni tampoco un paquete de cataplasmas para los bronquios que ya vendían hechas en las farmacias.                                            Cuando la cosa se ponía realmente seria, mi madre no tenia más remedio que recurrir a las inyecciones y eso si que era un drama para mí. .
          Las inyecciones que me ponían se llamaban “Bronquimax” y venían en una caja con seis ampollas que el practicante cortaba con una lima que, ya venía en la caja, y se adaptaba a la forma del cuello de la ampolla.                       
           Don Antonio Pérez, era el practicante que venía a ponerme las inyecciones. Vivía en la calle Sacramento a tres casas de la mia de la calle La Cruz. Estaba casado con doña Clara, era padre de Antonio “el Alemán”, casado ya con Milagros ( hija de los propietarios del "cafetín de Gregorio" situado en la calle Belza), Milagrito Pérez y creo que Manolo o Gregorio,  guardia civil o de asalto  (“grises” se le dijo más tarde) destinado entonces en Barcelona.
             Don Antonio era muy mayor y venia a mediodia a ponerme la inyección que me producía verdadero pánico. Cuando llegaba a casa, mi madre ya le tenía preparada una mesita con un mantel, un frasco de alcohol, un rollo de algodón y un pequeño cazo con agua.                                  
          Nada más verle preparar el instrumental me iba cambiando el color. Sacaba un estuche de metal donde llevaba la jeringa, agujas y una tijeras con pinza.                                                                                                                                                                            .       Del frasco que mi madre dejaba sobre la mesita, don Antonio echaba un buen chorro de alcohol en la tapa del estuche, que al prenderle fuego, producía una llama azulada sobre la cual, cogiendo con la pinza, un extremo del estuche  con  agua  cubriendo la jeringa y agujas,  la colocaba encima hasta hacerla hervir, para desinfectarlas. Luego, con la lima, rascaba uno de los extremos de la ampolla dejándola dispuesta para con un pequeño esfuerzo con dos dedos lo fraccionaba dejando el agujero por donde introducía la aguja ya colocada en la jeringa para extraer el liquido que contenía. Una vez todo el líquido dentro de la jeringa, con ella levantada en punta, empujaba el émbolo hasta hacer salir un poco del líquido comprobando que no existía ninguna obstrucción.
          Mientras hacia todos los preparativos, mi ánimo cada vez era más temeroso, asustadizo y aprensivo llegando al paroxismo en el momento que mi madre me agarraba fuertemente, me bajaba los pantalones y doblado en su rodilla me ponía, con el “culo en popa”, mientras yo pataleaba y lloraba.
          Don Antonio, “banderilla “en ristre moviéndose como un flan en sus temblorosas manos, no sé si a causa de los muchos años o porque padecía lo que entonces aun no se le llamaba Parkinson, con un trozo de algodón empapado en alcohol, me restregaba la parte de la nalga donde me clavaba la aguja, lanzada como un dardo, desde una prudencial distancia.
           No sé que me producía más miedo, si el dolor del pinchazo, el líquido del Bronquimax tan doloroso, (había que estar un rato frotando el pinchazo para que se diluyera) o el pánico de que la aguja se rompiera por los temblores de Don Antonio, con lo que soñaba toda la noche anterior. Como secuela de este mal recuerdo, siento verdadero pavor a las inyecciones y jamás he podido donar sangre y ni siquiera hacerme análisis sin que monte un espectáculo, me maree aún estando recostado en una camilla.
          Todo este trauma ocasionado por mis amigdalitis, se acabaron cuando ¡al fin!, mi madre aconsejada por don José Foronda, a la sazón médico de San Andrés, decidió con buen criterio, era necesario extirparla. Pero… conseguirlo, ¡no iba a ser tan fácil!
          Como mi padre era militar, nos correspondía acudir al Hospital Militar de Santa Cruz que estaba al inicio del puente Galcerán.
          En mi visita preparatoria al otorrinolaringólogo del hospital para el diagnóstico, preparación y fecha de extirpación de mis amígdalas, ya vaticinaba lo que iba a ocurrir.
          Como primera medida, el médico pidió que me hicieran un análisis de sangre. Cuando yo sentí lo que me iban a hacer, comencé a lloriquear y resistirme de que no quería hacérmelo.
        Mi madre y el enfermero trataban de persuadirme pacientemente de que no me pincharían con agujas sino, simplemente, seria un pinchacito de nada y sin dolor, en un dedo. A pesar de lo muchos tranquilizadores argumentos que me daban, continuaba negándome y resistiéndome entre llantos y estirones. Ya el enfermero preparado y ante la evidencia del hecho consumado, en uno de los tirones, me zafé de las manos de mi madre y cuando el enfermero quiso agarrarme, ya iba yo corriendo pasillo adelante hacia la calle, como alma que lleva al diablo.
         Se necesitaron varios enfermeros y algún hospitalizado para alcanzarme corriendo por los pasillos y el patio del hospital entre los parterres de plantas y columnas. Cuando al fin me alcanzaron después de un buen rato de carreras, ya no tuve escapatoria. Bien agarrado por los enfermeros, me cogieron la mano y en el dedo  medio, con un ínfimo pinchazo del que ni me enteré, salió… una  g o- t  i -t a  de sangre después de darle un estrujón a la yema del dedo.
           Tanto espaviento, llanto y carreras, total para una gota de sangre, recogerla en un cristal   y llevarla al laboratorio a analizar.
           No pasó mucho tiempo, cuando mi madre preparó mi ropa para los dias que estaría hospitalizado después de la operación. Aquella mañana otoñal fui a Santa Cruz al Hospital Militar, como el “baifito” que llevan al matadero, solo que más consciente del “sacrificio.”No obstante, no estaba muy nervioso pues, en aquellos momentos, me sentía protagonista y todos mis hermanos me mimaban en los días previos a la intervención. Pero cuando ya llegamos al hospital y pasamos al quirófano donde me operarían, y vi sobre unos carritos, a derecha e izquierda de un sillón como el de los dentistas, llenos de bandejas con un montón de instrumentos en los que había varias tijeras, pinzas, agujas raras y aparatos totalmente desconocidos para mí, pero con una pinta de hacer daño, que ponía los pelos de punta, mi cara cambió de color sobre todo cuando me sentaron en el sillón y vi como se acercaba el doctor con una bata blanca, en la frente, una pantallita con una potente luz encendida, en una  mano, una paleta que mantenía la lengua apretada y aplastada en la parte inferior de la boca y en la otra mano, una especie de  aguja acabada en forma de gancho, obligándome a tener la boca abierta mientras inspeccionaba mi garganta.
          Instintivamente con grandes arcadas me revolví en la silla impidiéndole al médico seguir su reconocimiento. Ante mis bruscos movimientos como el rabo recién cortado de una lagartija, el doctor optó, junto a un par de enfermeros, atarme a la silla con un par de gruesas correas que me anulara el movimiento de pies y el tronco con los brazos pegados al costado.      
           A trancas y barrancas logró poner en la garganta la anestesia necesaria    para adormecer la zona a operar porque, a pesar de las ataduras, hacia presión con los pies en el suelo y las manos en el asiento levantándome del sillón y berreando como el baifo. 
            El otorrino, por miedo a que durante la extirpación de las amígdalas pudiera hacerme algún daño imprevisible, decidió enrollarme fuertemente con una sábana, sentarme en el sillón y volverme a atar con las correas, más apretadas que la vez anterior creyendo, de esa manera, tenerme totalmente inmovilizado.  
            No por tantos amarres le resultó cómodo al cirujano eliminarme las amígdalas pues levantaba el culo del asiento haciendo fuerzas con los pies y manos a la vez que, por la boca, obligada a mantenerla abierta al tener un aparato colocado impidiendo cerrarla, salían gritos guturales entremezclados con saliva y sangrasa de la “carnicería” que  me estaban haciendo.
          A pesar de todo logró extirpármelas, pero el pobre doctor tuvo que sudarlas, pues le vendí cara esa minúscula parte de mi cuerpo.
          Desconozco si para él fué su operación de amígdalas mas trabajadas y si las recordó con los años, pero de lo que estoy seguro, es que para mí, fué el mejor regalo que he tenido nunca y jamás he olvidado, pues me quito un enorme sufrimiento de por vida y porque ese día, 11 de octubre de 1948 era mi cumpleaños. Cumplí, 7 tiernos maravillosos años.



18  Abril 2011







sábado, 16 de abril de 2011

El hongo chino y… otras curas


Si se les preguntara a los habitantes más ancianos de San Andrés, estoy  seguro que saldrían varios que quisieran aplicarse el privilegio de haber sido ellos los introductores del hongo chino  en casi todas las casas del pueblo. Pero la realidad es que nadie sabía quién fue el primero en poseerlo y de donde provenía semejante “cosa rara” que llenó de esperanzas y expectación a buena parte de las confiadas gentes de nuestro pueblo.
          Poco a poco, se fue corriendo la voz en el pueblo de la existencia de una “cosa” que le decían “hongo chino” que tenía unas propiedades curativas casi milagrosas y que de hecho lo curaba todo, desde un dolor de barriga, hasta el cáncer, que en esos años se empezaba a divulgar su conocimiento y había creado un fuerte temor no exento de motivo, a su padecimiento y su imposible curación.
           Si no lo habías visto, podías imaginarlo como las setas conocidas por nuestras latitudes, pero no tenía nada que ver con un champiñón. Su aspecto era más parecido a una medusa, incluso, hasta en el tacto. Era una sustancia gelatinosa que según el recipiente que lo contuviera, se adaptaba a la forma siempre de la superficie.
          Su caldo de cultivo era una solución de té negro, verde o rojo, al que se le añadía azúcar, con preferencia moreno, cosa que en aquellos años no era difícil, pues era el tipo de azúcar que más se usaba. La proporción idónea para dos o tres litros de té, era de más o menos cien gramos por litro. Su preparación no requería ningún conocimiento especial, ya que la única dificultad era hacer el té en la forma habitual,  disolver bien el azúcar y esperar que enfriase porque, si la infusión estaba caliente, el hongo podía morir. El recipiente idóneo ha de ser de cristal y a ser posible, de boca ancha que facilite el crecimiento y manipulación del hongo. Una vez el liquido que lo contendría estuviera frio, con el máximo de higiene, se introducía dentro y se tapaba la boca del recipiente con un paño de algodón poroso y limpio, sujetándolo con una goma para evitar la entrada de polvo, bichos, etc.
           Generalmente, el tarro con el hongo, se mantenía en una habitación interior de la casa que fuera fresco y de tenue iluminación para evitar que la fermentación que se ocasionaba fuera muy continuada dándole demasiada acidez al té.  L a fermentación se producía después de dos semanas y a partir de entonces, se filtraba el líquido para servirlo en un vaso y beberlo, cosa que se hacía varias veces al día. Yo no sé el sabor que tenía porque jamás lo probé, ni tampoco, ante su vista, era muy apetecible beberlo pero, según los que lo bebían, decían que tenia sabor a sidra.
          Con la fermentación, el hongo se desarrollaba hasta ocupar toda la superficie del recipiente y posteriormente iba criando del hongo ”madre” una especie de tejido gelatinoso transparente   de un color blancuzco, que paulatinamente, iba  engordando hasta que se superponía a  la “madre,” formando un hongo nuevo, y así, repetidas veces, hasta formar varias capas de hongos.
          Los nuevos hongos se lavaban bien con agua antes de agregarle la solución de té azucarado y colocarlos en otros recipientes o se regalaban a alguien que lo quisiera, pero nunca se vendía, ya que tradicionalmente se consideraba un beneficio que se debía compartir.
                 La primera vez que vi un hongo chino fue en casa de Madre Ángela que vivía en la calle Jeta, una casa más abajo que su hijo Arturo,  hermano de Aurelia Baute casada con Vicente Denis, que hasta el momento de emigrar a  Venezuela o Argentina, era el director de la rondalla  de San Andrés. Por cierto, llevaban unos años ya en América cuando, un buen día, le enviaron a Madre Ángela un paquete cuyo contenido causó sensación en todo el pueblo. Medio pueblo que ya había pasado para ver el famoso hongo, ahora volvían para ver el “prodigioso artefacto.”  Se trataba de una cinta magnetofónica que reproducía la voz de toda la familia americana, enviando unos emotivos mensajes para la abuela y resto de familiares que quedaron en el pueblo. Junto a las palabras de sus hijos y nietos, cantaban unas folias, isas, etc, de la rondalla que ellos habían fundado en tierras americanas. Fue el primer aparato de la técnica moderna, de lo que estaba por venir, que se vió en San Andrés. Hizo Historia.
           Cuando aquel año recorría las casas del pueblo, por Todos los Santos, con el acetre, el hisopo y “¡Que salga lo malo y entre lo bueno!...  pocas casas de San Andrés se libraban de tener el “milagroso” hongo chino.

    "El paso ligero"


No sé si lo que voy a contar era consecuencia del hongo chino o tenía algo que ver con él, porque coincidente con la presencia del hongo, hubo en San Andrés una especie de epidemia de la que no recuerdo su origen, ni quién era el culpable. Se decía que de aguas contaminadas, algunos alimentos en mal estado, un virus contagioso,… Habían tantos orígenes como habitantes tenía el pueblo, el asunto es, que lo padeció mucha gente y se hizo tan popular, que hasta quedó como una “coletilla” para multitud de ocasiones. Es posible que aún perdure, al menos, entre los “antiguos.”

Por la sintomatología de la enfermedad: dolor de vientre, vómitos, náuseas,… pero sobretodo, una alteración en la fluidez de las heces en las defecaciones, unido a un deseo incontrolable de evacuar, además, hacerlo con bastante frecuencia, hacia que los enfermos que padecían la enfermedad, bien por necesidad familiar o por valentía, cuando un poco recuperados, salían a la calle, parecían “ muertos vivientes “ por lo debilitados, pálidos y ojerosos debido a la pérdida de apetito, de líquidos y nutrientes, siendo el causante más probable de todo esto, una infección vírica muy contagiosa, la productora de la molesta y hasta peligrosa enfermedad llamada diarrea.

Este deseo de evacuar, a menudo incontrolable, era el principal problema, dentro de lo malo de la enfermedad, dando lugar a situaciones escatológicas frecuentes y algunas muy graciosas.

Se daba con bastante frecuencia el estar varias mujeres comprando en una tienda comentado el estado de salud bien de ella o de algún familiar que estaba pasando la enfermedad cuando, de pronto, alguna decía al tendero con urgencia: ---“Ramón, despáchame corriendo que tengo prisa”---

Sin esperar a que terminara de envolverle la mercancía, la pobre señora pagaba dejándose a veces el cambio sin recoger o diciéndole a Ramón.--- ¡Después te pago! – mientras salía de la tienda a escape hacia su casa. En más de una ocasión se iba sin comprar o a media compra, corriendo por la calle con las piernas entre abiertas aguantando como podía, y dejando a su paso los hediondos efluvios de la “cagalera” que ya le fluía ”patas abajo”.

Otro tanto ocurría con los hombres. Tanto si estaba en el bar, fútbol, en reunión en el murito de la playa o echando la partida de cartas o dominó, siempre había alguno que interrumpía lo que estuviera haciendo para salir corriendo calle arriba o abajo con la parte trasera del pantalón con una enorme olorosa mancha marrón mientras, por el camino, se iba aflojando la correa y desabrochándose la bragueta para ganar tiempo antes de hacérselo totalmente encima,

En ambos casos, en parte con lástima y en la mas de las veces, con risas, los aún sin el acuciante problema, comentaban: --- ¡¡ Otro con el paso ligero!!---

Durante una buena temporada estuvo la enfermedad ocasionando montones de estas situaciones y la expresión se hizo muy habitual en todas las conversaciones. Cuando se preguntaba por alguien que hacía días no se le veía, la respuesta siempre era la misma: --- ¡Está con el paso ligero! --- Incluso en el saludo o si decías:--“me voy a comer o tengo prisa que se escapa la guagua“---se preguntaba con cierto sonsonete:---¿Tienes el paso ligero?--- Si veías a alguien que caminaba deprisa o se impacientaba por algo, lo inmediato era gritarle con ironía: --- ¡Fefa!, ¿Estás con el paso ligero?---siempre acompañado de una sonrisa burlona. Total, que la expresión quedó patentada en San Andrés como una respuesta entre irónica y real para múltiples situaciones. Sobre todo si alguien iba con prisas, se comentaba: ¡TIENE EL PASO LIGERO!





14 Marzo 2011