Desde la Torre, salía hacia la muralla, un trozo de una futura calle que en su parte derecha, solo existía el lateral de la casa del “Curillo” abuelo. Otra vivienda, justo frente al a escuela de la Torre, y el resto, era una especie de parte trasera de los barracones de un antiguo cuartel y comedores de un destacamento de Infantería. Aún se conservaban los bancos y mesas hechas de obra, donde comían los soldados y ahora, servía de juego a los chiquillos que entraban en el recinto. Llegaba hasta la Muralla y su entrada se hacía por la parte de ella, por un ancho hueco. Menos por la pared opuesta, que daba a la calle La Cruz, estaba rodeado por las dependencias del cuartel, ahora habitado, como viviendas, por varias familias. A unos pocos metros más hacia el Castillo se encontraba La Sociedad sede del CD San Andrés. Ilustración de TONY SÁNCHEZ
Al acabar la pequeña bajada, había un “chorro” donde los vecinas de aquella zona iban a buscar agua con sus baldes y tinajas de barro que colocaban en sus cabezas sobre un “roete “de tela y sin sujetar con las manos, las portaban con paso firme y airoso donaire. A nosotros este “chorro” nos venía muy bien para lavarnos las manos, refrescarnos del sudor, beber agua y colocándole la palma de la mano en la boca del grifo, salía el agua a presión dándole una buena “ducha” al compañero más despìstado.
Al menos una vez al año, un grupo de gentes dedicados a la mar, se reunían a la sombra de los viejos laureles de India de La Muralla para hacer sogas que luego le servirían para usarlas en sus tareas de pesca. Montaban unas estructuras de madera con una rueda girada por manivela, con la misma función de una para hilar lana, solo que esta era para cáñamo. Uno de los pescadores con un haz de cáñamo enrollado a la cintura, cogiendo un manojo, y a partir de la rueda colocada de perfil movida continuamente por otro pescador, generalmente un joven, iniciaba un hilo de un grosor adecuado según la cantidad de cáñamo que aplicara y andando hacia atrás, iba añadiendo manojos de fibra consiguiendo ir alargando el hilo hasta llegar a una longitud y grosor según lo que quería darle a la soga. Entre un extremo y otro, se colocaban uno o dos soportes intermedios, según como fueran de largos lo hilos. Una vez formado el hilo con la longitud deseada, se enganchaba tensada a otra madera con ganchos colocados en el otro extremo de la rueda. De la misma manera, hilaban tantos cabos, como metros de soga quisieran hacer.
Los tramos de hilo ya torcidos y perfilados, se ponían en remojo unas horas para acabar de perfeccionarlas sin dejar hilachos, luego se extendía en una especie de perchas para secarlas y una vez secas, ya estaban listas para iniciar el trenzado de la sogas. La mayoría de veces, traían hechos los cabos, ya enrollados en madejas y listos para el trenzado de la soga.
No estoy seguro si se hacía con la misma rueda u otra más pequeña, pero colocada en otra posición, en este caso frontal. La rueda llevaba unos ganchos distribuidos equidistantes en el círculo de la madera donde se ataba cada uno de los hilos ya retorcidos y según el grosor deseado para la soga, se ataban a esos ganchos, tres o cuatro.
No he tratado de hacer una exposición técnica de la fabricación de sogas, sino reflejar una actividad artesanal que se llevaba a cabo en San Andrés, por parte de los pescadores, para cubrir sus necesidades laborales. Por la misma razón, construían nasas de varios tipos para según qué se pescaba, remiendo de redes, montajes de aparejos, etc.
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