In Memoriam Sra. Eloisa.
Una tarde, después de merendar, salí
de mi casa encarrilando el trozo de calle que desembocaba en la explanada de La
Torre para ir al encuentro de los amigos con los que compartiría los juegos de
aquel día, pero mientras subía la suave pendiente empedrada, a la altura de la
casa de Gregorio “el Burrito”, ocurrió
algo especial.
Pasaba por aquel trecho de calle
varias veces al día y siempre veía vecinos; unos dentro de sus casas, otros charlando
en pequeños grupos, mujeres sentadas a la puerta tomando el fresco haciendo
alguna labor domésticas, o transitando por ella hacia, sabe Dios, qué destino.
Todos ellos me eran conocidos, más o
menos, pero, a mi corta edad, les prestaba poca o ninguna atención salvo, si
por cualquier cosa, tenía algún contacto directo o pasaba alguna eventualidad
festiva, doliente o de cualquier otra naturaleza.
Mi gran preocupación, por entonces,
eran los juegos, los amigos, las diversiones, el colegio, las chucherías, etc,
en fin, todo lo concerniente a las actividades propias que mi edad requería.
En el margen izquierdo de la calle La Cruz en dirección a La Torre pasada la
casa de
l sr. Luis, la
acera de callaos, como el resto de la calle, tenía un pequeño escalón que la
separaba de la casa siguiente y
continuaba después a todo lo largo de la acera,
que jamás nadie caminaba por ella, porque era
como “propiedad” de los inquilinos de la casa, ya que todo el mundo
transitaba por el medio de la calle.
A partir de ese escalón, venia una serie de cuatro o cinco casas de antigua construcción, todas de
una planta como era común en todo el pueblo, salvo unas pocas excepciones. Foto: Eladio Cova
Aquella tarde subía hacia la Torre
en busca de los amigos cuando, desde la
acera, a la puerta de una de las casas,
sentada en una silla bajita de madera torneada y el asiento de anea, una
viejecita, al pasar a su altura, me hacía repetidos gestos de llamada con su
huesuda y arrugada mano, indicándome que
me acercara, a la vez que me decía con apagada voz: -- ¡Ven mi niño, ven!-
No era la primera vez que la veía,
pero nunca había reparado en ella y para
mi, era una anciana mas de las muchas
que aun vivían en el barrio.
Como casi todas las viejitas de
entonces, vestía totalmente de negro con faldas casi hasta los pies, un
delantal también largo, pero de un color claro discreto y el eterno pañuelo
negro a la cabeza atado con un nudo en la barbilla dejando ver un poco de su
cabello canoso y enmarcando un rostro dulce y sereno pero grabado por numerosas
arrugas, sobre todo a los lados de los ojos, que delataban los muchos años que
ya tenía.
Entre sorprendido y receloso,
por lo extraño de la situación, me fui acercando hasta ella, no sin pensar, con
mi asustadiza mente infantil, de que algo me podía pasar, influenciado por los
cuentos de brujas.
Una vez junto a la venerable anciana, mis temores se disiparon
cuando sin moverse del asiento con voz
dulce y cariñosa me dijo:
-- “Mi niño, ensártame la aguja, que no “ajeito pa” meter el hilo por el
ojo porque no veo bien el agujero y me tiembla el
pulso”.---
Con nerviosismo pero con
destreza, ensarté el hilo por el ojo de la aguja y se la entregué con cuidado
de no pincharla.
La sra, se mojó dos dedos en saliva y en la punta de la parte más larga
de la hebra, con bastante habilidad, le hizo un pequeño nudo e inmediatamente
dio la primera puntada.
Antes de seguir cosiendo, sacó de la
manga del negro vestido un pañuelo que, en tiempos pasados, había sido blanco
inmaculado pero ya había perdido la nitidez del color por el continuado uso de
llevárselo a los ojos para limpiar y secar el frecuente lagrimeo que padecía y
mermaba sensiblemente su falta de visión. Con cuidado, se lo llevó a los ya
gastados ojos, limpiándoselos con esmero y guardándoselo de nuevo en la
bocamanga del enlutado atuendo.
Cuando iba a girarme para continuar mi camino, la viejita me preguntó:
---Mi niño ¿quieres enhebrarme otra aguja por si me “jase” falta “pa
luego”? ---
--- Bueno.--- Dije yo alargando la mano para coger una nueva aguja que
tenia pinchada en el carrete de hilo. Esta vez sería yo el que iba a cortar el
hilo, pero cuando lo deslié un trozo, la sra, me dijo que lo hiciera muy largo,
así tendría más “cabo” para coser. Lo hice tan largo,… que posiblemente tuvo
que tener dificultades para que no se le enredara.
Ya me iba cuando, poniéndome su
añosa mano sobre mi cabeza, con actitud y cariñosas palabras, me despidió diciendo:
---Gracias mi niño, Dios te bendiga.---
Subí calle arriba hacia La Torre saltando y henchido de alegría y aquella
tarde,… ¡ jugué más feliz que nunca!.
A partir de entonces, nunca
más aquella puerta me fue indiferente. Cada vez que pasaba ante ella, siempre
se me iba la mirada hacia la casa para ver si estaba la viejecita por si me
pedía algo. Ella llevaba algunos años viuda y después de morirse sus dos
hermanos solteros Domingo y María con
los que compartía la casa, vivía sola. Se movía con la dificultad que produce
los muchos años ya vividos y, tal vez, sufridos´
Unas semanas después, nada
más salir de mi casa, miré hacia su puerta y vi que estaba en su silla, como
siempre, con las dos manos en su falda en actitud de espera y noté que me
estaba “ajeitando” para donde me dirigía si ”pa la villa Arriba” o “pa la villa
Abajo” porque, seguro, me necesitaba.
Foto: Beneharo Hernández
Como si no me hubiera dado cuenta, me dirigí
hacia su casa haciéndome el “longui” esperando y deseando que me llamara, como
así sucedió.
Volvió a repetirse la misma escena
de la primera vez pero ya sin temores sino, más bien, con un sentimiento de
satisfacción de poder ayudar a la
apacible, dulce y menguada sra.
Si pasaba mucho tiempo y no me
llamaba, iba yo a verla a preguntarle si quería le enhebrara alguna aguja. En
alguna ocasión hasta le fuí a algún “mandado” a la tienda de Ramón, padre de mi
amigo Pancho en la placita de La Cruz. Y siempre la viejita se despedía con un
agradecido y cariñoso :
---Gracias mi niño, Dios te
bendiga.--- a la vez que pasaba su enjuta mano por mi cabeza y yo aceptaba con verdadero
agrado.
Yo hablaba muy poco pero, a pesar de ello, se
estableció entre nosotros una extraña y habitual relación, que yo guardaba como
un secreto y perduró durante todo el tiempo que viví en San Andrés.
Pero aquel tierno y entrañable
vínculo, pronto iba a tener un inesperado y dramático final.
Mi padre, en calidad de militar, siguiendo orden de cambio de destino,
tenía que dejar su cargo en la Comandancia de Marina y con ello el control y
vigilancia de la costa de aquel trozo de Anaga de donde San Andrés era la
principal plaza.
Esa decisión costó
muchas lágrimas en mi familia y creó una gran incertidumbre y temor al tener
que empezar de nuevo en un lugar del que apenas sabíamos nada ¡Marruecos!
Faltaban
pocos días para mi salida de San Andrés y a medida que veía a vecinos y amigos,
me iba despidiendo de ellos con una mezcla de sentimientos en los que se
confundían la alegría por descubrir nuevas tierras, otras costumbres y también,
nuevos compañeros, con la tristeza de tener que dejar atrás aquellos lugares
con tantos momentos felices vividos entre amigos y personas queridas.
De las
muchas despedidas que hice, hay dos de las que aún conservo un imborrable recuerdo, uno físico y el otro
sentimental.
Faltaban
escasamente tres días y mi madre me envió por un “mandao” a “La Cucharita”, que
era una tienda de comestibles y en la actualidad es el bar “ El Castillo”, solo
que antes tenía la entrada, no por la Muralla, sino en la calle trasera
paralela a la Muralla.
El nombre
de la Cucharita, no sé si le venía del apodo del dueño o por que se lo pusieron
con idea de poner un restaurante en el futuro, desde luego mientras viví allí,
jamás dieron ni una sola comida.
Generalmente despachaba la sra. Emeteria. Recuerdo su aspecto de mujer
hermosota, de piel muy blanca y siempre con un delantal muy limpio. Tenia dos
hijas, una algo más pequeña que yo y la otra, unos tres años mayor que yo.
Mientras me
despachaba la madre, me preguntaba cuando nos íbamos, adónde, si volveríamos,...
en fin, “noveleando”. Al oído de la charla, salió Maruca, la hija mayor y sin
apenas mediar palabra, me dijo:
---Te voy a
dar una cosa para que te la lleves de recuerdo y te acuerdes de mí.---
metiéndose de nuevo al interior de la casa.
Me quedé esperando, expectante, que
sería lo que me iba a dar y sorprendido, porque con Maruca apenas si tenía
amistad.
Apareció, separando
las tiras de la cortina que cubría la entrada de la puerta que comunicaba la
tienda con la vivienda, con una postal en la mano de La Virgen de la Macarena y
colocándola sobre el mostrador, con un lápiz afilado, escribió en el dorso de
la postal. <Para mi amigo Luis para que La Virgen le acompañe y se acuerde
de mi. Con cariño de.-- firmando debajo--, Maruca>. Entregándomela en la
mano a la vez que, alongándose sobre el mostrador, me dio un beso en la mejilla
que me sonrojó por lo inesperado, y
sobre todo, por lo infrecuente del cariñoso gesto, entre niños, en aquellos años.
Muchos cambios de domicilios y lugares de la
geografía española he tenido a lo largo de mi vida, pero allá donde he recalado, siempre me ha acompañado la postal
de la Virgen que tan generosamente me
regaló Maruca y aún la conservo.
Maruca, la
chica de La Cucharita, fue la única persona de San Andrés, que no solo me dió
un recuerdo físico, sino el regalo mas afable, caluroso y espontáneo…un beso
que jamás he olvidado y atesoro con verdadero afecto. ¡Gracias Maruca!
La tarde de
la víspera de mi marcha definitiva para la Península, me acerqué a la casa de
la anciana para despedirme.
Días antes,
había registrado los costureros de mis hermanas y mi madre en busca de agujas
de coser con la intención de dejárselas enhebradas con largos cabos de hilos
para que tuviera con qué coser durante una temporada, aunque, últimamente,
cosía poco porque cada vez veía menos y tampoco tenía tanta necesidad de
remendar o repasar las pocas prendas que ya usaba.
La tarde no
era muy apacible y en la acera de la casa no había nadie. La puerta estaba entreabierta y el interior
estaba oscuro como si la casa estuviera vacía. Golpeé la vieja puerta
tímidamente con los nudillos, repitiendo los toques con más intensidad,
acompañándolos de un <¿se puede?>, al no recibir respuesta.
Al tercer
intento, oí la voz apagada y temblorosa de la viejita que respondía -¡Ya voy!-,
acercándose a la puerta con paso lento mientras, con un gesto de femenina
coquetería, se colocaba bien sus canosos cabellos por entre los bordes del
viejo pañuelo negro, dándome la impresión de que acababa de levantarse de la
cama.
Con nerviosismo y tristeza le
comenté que me iría para la península al día siguiente por
la tarde, venia a despedirme de ella y le había traído unas agujas que llevaba
pinchadas en un canuto hecho de papel para dejárselas enhebradas junto a las
que ella tenía.
Noté, al entregarme las agujas para ensartarlas con el hilo, que también
ella estaba algo nerviosa porque sus manos, al darme el carrete del hilo de
sempiterno color negro, temblaban de forma más visible que otras veces. Se las
entregué todas enhebradas, un par de ellas con hilo de otro color, punzadas,
por separado, en rollitos de papel con el hilo enrollado para que no se le
enredara.
Y…Llegó el momento
fatídico de decirnos adiós. En medio de aquella habitación en penumbra,
rodeados de escasos muebles tan viejos como mi querida anciana, en un ambiente
de verdadera pobreza, mi viejecita, de pie, extendiendo sus huesudos brazos, con
pasos tambaleantes, se vino hacia mi al igual que yo hacia ella y en un
tierno, fuerte y efusivo abrazo,
nos fundimos por un buen rato sin decir
ni una palabra.
Yo no solté ni una
lágrima, pero todas las que entonces no salieron de mis ojos, ahora que las
recuerdo y escribo, fluyen intensamente
con el recuerdo de mi viejecita
la sra… ¿Eloisa?, ¿Isabel?, ¿Felisa?... ¡Qué más da como se llamara! Dios la tenga en la Gloria. Amén
Al separarnos, la sra. Eloisa, puso su mano
sobre mi cabeza, como siempre, mientras me decía:
--- ¡Adiós, mi niño…¡Buen
viaje!.. ¡Que Dios te bendiga!”---
Me dirigí hacia la
puerta y antes de salir, me volví para decirle mi último adiós con la mano y la
vi en medio de la habitación sola, en pie, mirándome con tristeza, que se
llevaba su gastado pañuelo a sus apagados ojos, tal vez para enjugar unas
lágrimas que rodaban por su arrugada faz.
A la tarde del día siguiente, un taxi esperaba
a la puerta de mi casa para trasladarnos al puerto de Santa Cruz donde
embarcaríamos rumbo a la Península. Mucha gente se arremolinaba alrededor del
taxi para darnos un último adiós de despedida. Todos los vecinos se acercaban o
asomadas en las puertas de sus casas,
nos saludaban con las manos en una cálida y
afectuosa partida.
Antes de subirme al
taxi mi vista se dirigió hacia la casa de la viejecita y allí, en la puerta, de
pié, cubierto su plateado pelo con su pañuelo negro, con la mirada perdida
hacia mi casa, sacaba su pañuelo de la bocamanga de su vestido …
El coche enfiló la
calle la Cruz abajo hacia el murito de la playa. A un lado y otro de la calle
salían a nuestro encuentro los vecinos de las calles adyacentes diciéndonos
adiós de mil maneras sin apenas dejar avanzar al taxi, mientras, tanto fuera
como dentro del coche, las lágrimas fluían
abundantes correspondiendo, como
podíamos, a tanta prueba de cariño con gestos de saludos que hizo el trayecto
hasta la salida del pueblo casi interminable.
A medida que me alejaba San Andrés no era
consciente de que aquellos pocos felices años iban a dejar en mi infantil
corazón una huella tan profunda que ni el paso del largo tiempo transcurrido,
ni los muchos lugares y avatares de mi vida hayan mermado la presencia de mi
querido pueblo y sus gentes en mis recuerdos.
… En mis muchos sueños
de nostalgia, con frecuencia me preguntaba:
¿Quién enhebraría sus agujas a mi dulce y arrugada viejita?
L-
Torti
27 Octubre 2013
Feliz Navidad 2013
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